O peor aún

La vida nos empuja por caminos más o menos acordes con nuestros deseos, nos lleva y nos trae consiguiendo que nos sintamos afortunados o hundidos en una mísera desdicha. 

Tan fuerte nos mueve, que nos sentimos a su merced y evocamos a la diosa Fortuna o al mismísimo Destino para así librarnos del pesar que supondría para nuestra endeble conciencia el haber actuado erróneamente, o peor aún, de forma imprudente. 

Tenemos tanto miedo a equivocarnos, a seguir los impulsos, a decir verdaderamente lo que sentimos, por ese miedo a salir escaldado, o peor aún, humillado. 

Es ese miedo el que nos obliga a tomar serios cálculos, pros y contras, el activo y el pasivo en todas las transacciones,  todas las interacciones. Ese que nos hace pensar más de la cuenta, llevar la delantera, nos prohíbe improvisar, o peor aún, sentir.

Sin embargo es precisamente ese miedo materializado en ese raciocinio absurdo el que nos caracteriza como seres humanos en igual medida que nos deshumaniza. Es ese que consigue llevarse el premio gordo: nuestra muerte cerebral, o peor aún, emocional.

Somos calculadoras sin pila, o peor aún, sin vida.

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