Mi excusa


Me dije a mí misma que debía olvidarlo. Me concentré en ello, me lo repetí una, otra y otra vez hasta el aburrimiento y poco a poco perdí conciencia de los detalles, que aparecían borrosos ante mí, difuminados alrededor de un hecho que era cierto y en el que centré todas mis energías. Esa era mi verdad y todo lo que se escapara de ahí, podía ser malinterpretado, pero yo no cargaría con esa responsabilidad. Bastante tenía con entender mi propio cerebro, como para ponerme a predecir el de los demás.

Pero fingir que esos detalles superfluos no podían ser retorcidos a placer, o más aún, que no me pertenecía a mí aclararlos, fue un peso que pronto tuve que cargar sobre mi conciencia. Porque era cobarde huir de ellos y lo único que me estaba impidiendo hacerles frente era el miedo. Ese miedo a reconocer que no había actuado conforme a unos principios morales que cuestionaban todo mi ser. Era posible que hubiera cambiado. Y era evidente que esos principios ya no custodiaban mi sentido de responsabilidad.

Mi presencia era cercana y familiar mientras que un ineludible pesar me mantenía acechante en la lejanía. Estaba presente y remota al mismo tiempo. Esa era la terrible verdad que me costaba admitir y esa era la única razón por la que ya no prestaba atención a los detalles. Eran tan nimios y prescindibles que su misma existencia era cuestionable. Son los detalles lo que apreciamos con más subjetividad. Y después de todo quién soy yo para cuestionarlos.

La verdad es tan frágil y relativa que da miedo expresarla en voz alta. Así que me dije a mí misma que debía olvidarla, y así fue como me deshice de todo con la conciencia tranquila.

Comentarios