La puerta granate

Un desagradable sonido de micrófonos y altavoces desacoplados luchando por el protagonismo llegó a mis oídos. No sé por qué a mí, que caminaba inocentemente por la acera después de diez horas extenuantes de largo y monótono trabajo, pero ese cuchitril, desvencijado y escondido, con la puerta de un granate desconchado y unas ventanas minúsculas y empañadas, me estaba llamando.

Abandoné la bulliciosa avenida para entrar en aquel callejón sin salida que conducía a ese barucho de mala muerte que, estando en mis cabales o envuelta en una sencilla llamada telefónica, jamás hubiera apreciado. Pero esta vez, precisamente, fue ese sonido el que me atrajo estando al parecer— mi sensibilidad a flor de piel y mi corazón expectante.

La puerta que empujé gimió con un leve crujir que se ahogó en el ambiente cargado de su interior. Lámparas vintage se distribuían dispares por el local, alumbrando lo justo para poder encontrar las minúsculas mesas de madera que, ocupadas por parejas y solitarios, miraban en dirección a un pequeño escenario sobre el que un micrófono alto esperaba al artista nocturno. Tras él, un piano desolado y un saxofón esperaban pacientes el momento de su entrada en escena.

En la barra, un par de camareros ataviados con mandiles negros y camisas entalladas servían cócteles y copas de vino casi exclusivamente. Me quedé apoyada junto a una columna no muy cercana al escenario, oteando el horizonte pero pasando desapercibida entre el continuo murmullo de voces. Mientras me quitaba la americana se me acercó un hombre alto, vestido también de uniforme, y me susurró que todavía quedaba un sitio libre al fondo de la sala. Lo seguí sorteando mesas y clientes hasta un acogedor rincón bajo una escalera de madera, donde una única silla y una mesita me esperaban bajo una tenue lamparita que alumbraba ese discreto espacio. 

- ¿Deseará algo para tomar?
- Un frizzante, por favor. 
- Ahora mismo, señorita. 

El camarero volvió con una copa y una botella fresca de vino blanco con la etiqueta naranja donde decía Bornos. Me sirvió generosamente y me dejó en el momento justo en que un poeta empezaba a entonar su proclama. El silencio absoluto allanó al público y la suave voz de aquel hombre, con su entonación oscilante, fuerte y vibrante por momentos, se tornaba en jadeantes y débiles susurros hasta que, de pronto, su voz expiró y bajó el rostro. Todo él parecía consumido. Tras unos segundos de expectante calma, el público rompió en aplausos. El poeta levantó la cabeza y se retiró en silencio entre tímidos cabeceos. Tomé un sorbo de mi copa y sentí el frescor del vino despertar mis sentidos. Me sentía viva, aquel día cualquiera, en un bar oculto en mitad de una ciudad aletargada. Yo estaba viva.

A través de las ventanas unas pequeñas sombras se movían en ambas direcciones, pero antes de que pudiera distraerme un joven y atractivo dúo interpretó, al abrigo de una guitarra, la canción Copenhague de Vetusta Morla. La voz grave de ella se mecía acompasada entre las agudas notas de él en perfecta armonía. Nos contaban su historia y nosotros les acompañábamos como testigos indiscretos de un amor único e irrepetible, con el que sin embargo nos sentíamos identificados. Palabra por palabra, evocaban recuerdos, anhelos, temores.

Varias poetisas se turnaron después el micrófono para dedicarse al lamento por un corazón roto o a la reivindicación de su merecida libertad. Un Sabina algo más joven pero con su ronco entonar bien asimilado nos deleitó con tres de sus baladas más famosas, sin faltar un vanidoso Peces de ciudad que no dejó indiferente a nadie. Otro hombre alto y descamisado, con su pelo disfrazado de rastas recogidas por un pañuelo, evocó los años hippies y despertó en nosotros el más puro espíritu comunista y antisistema.

La voz de todos ellos llegaba perfectamente limpia a mis oídos, de manera que el artista en cuestión, desde lo más recóndito de su burbuja, parecía hablarnos directamente a cada uno, como si de una charla entre amigos se tratara, cercana, amable y sincera. Era un canto directo al alma. Te traspasaba la carne, y de recuerdo te dejaba la piel de gallina, una sensación de ahogo en la garganta y el palpitar de un corazón acelerado en el pecho.

El sonido de un piano y un saxo perfectamente afinados llegaba ahora desde el escenario, en una melodía pegadiza y rítmica que, de forma aparentemente improvisada, conseguía mezclar el sonido de ambos como si bailaran juntos una danza hipnótica y sensual, elegante y sutilmente equilibrada. El cuerpo se me quedó con ganas de más.

Me permití reservar el último trago de mi copa para poder apreciar la última actuación antes de apurarla. Algunos de los clientes ya se habían ido y la sensación en el ambiente en penumbra era de una cálida intimidad. Los presentes ya habíamos compartido momentos únicos. Entre actuación y actuación algunos intercambiaban opiniones, risas y exclamaciones, mientras asentían embobados con una sonrisa que iluminaba sus rostros aun en la penumbra de aquel cálido tugurio. En mi rincón, yo permanecía a la espera, disfrutando de mis sensaciones y reservando mi regocijo para mí, atesorando cada momento.

Por fin, el silencio volvió a reinar y se extendió durante unos segundos eternos. Él, más que utilizar ese tiempo para calmar los nervios escénicos, parecía recrearse en su momento, consciente de la atracción que provocaba esa llamada a la atención. Llevaba un sombrero calado que ensombrecía su rostro, una camisa negra bastante holgada y unos pantalones también negros y permanecía apoyado sobre una banqueta alta. De pronto se llevó las manos al rostro y una melodía increíblemente melancólica, vibrante y ensoñadora empezó a sonar. 

Sus manos envolvían con dulzura una armónica que manejaba con destreza mientras mantenía sus ojos cerrados, infranqueables, que le transportaban a otro mundo, uno bucólico y despreocupado, por momentos infantil e idílico, y nos lo compartía con generosa complicidad. El sonido era suave y delicado, para luego tornarse vibrante y brusco, casi violento, cuando ese mundo inocente caía en el desengaño y la frustración. Su aire, constante e intenso, parecía doler con sus graves y aliviar con sus agudos. Parecía contarme con sus notas lo que su corazón era capaz de amar y sus labios incapaces de expresar. 

Abrió los ojos de pronto, para mirarme directamente a mí, que permanecía iluminada por mi lamparita al fondo de la sala. Los abrió tanto y me miró tan fijamente permaneciendo en silencio, que hizo que todo el público me mirara con expresión interrogante e incluso de reproche. ¿Había interrumpido yo al gran músico? ¿Acaso mis lágrimas, ingenuas y anónimas, lo habían desconcentrado? Volvieron a mirarlo a él, que seguía impasible en el mismo extraño estado de parálisis. 

De pronto, como impulsada por una extraña fuerza, me levanté de mi silla y empecé a caminar hacia el escenario, todavía conectada por aquella penetrante mirada que manejaba mi cuerpo. El público se levantó de sus sillas uno tras otro y aplaudió la escena, abriéndome paso hacia la tarima. Los aplausos se hicieron más numerosos y rápidos, casi nerviosos, acompañándome en mi camino y cesaron, casi instantáneamente, al compás de mi último paso. Plantada delante de aquel músico desconocido, frente a frente, la mirada ensimismada, nuestros brazos suspendidos sintiendo una fuerza invisible. Él cerró los ojos lentamente y abrió sus brazos un poco, temblando. Lo abracé despacio y su cuerpo tembloroso se fundió con el mío, encontrando por fin paz y sosiego. 

Los aplausos arrancaron instantáneamente y llenaron una vez más la sala de aquel cuchitril desvencijado que había sido escenario improvisado de un recital artístico inigualable y una pasión incontenible. Ahí mismo, pasando desapercibido en mitad de una ciudad caótica, escondido en una céntrica avenida, al abrigo de unos pocos y tras una apenas apreciable puerta de un granate desconchado.





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