Vestida de rojo

Está anocheciendo. El cielo empieza a cubrirse de unas nubes blanquecinas y el rosáceo pasa lentamente al violeta en su camino hacia el inevitable azur. A lo lejos, tras la montaña que acabamos de sortear, una tormenta eléctrica se ceba con ese cielo. Un rayo detrás de otro, sin parar, iluminan ese lejano trocito de cielo, resaltando la silueta de la implacable nube que llega y cegando a quien osa mantenerle la mirada. Si bien esa tormenta no va a arruinar mi noche, me quedo impasible observándola alejarse lentamente de mí.

Atravesamos sin dificultad un valle abierto cincelado por los dioses a capricho, con sus colores dorados y ocres, que se abre ante mí. Lo dejamos a un lado para adentrarnos en una montaña que se eleva, grandiosa y pletórica, curva tras curva, para esconder en su seno un embalse. La sorpresa de hallar ese inmenso remanso de paz me embarga como al viajero solitario que encuentra un pozo después de millas de dunas.

Tras aparcar el coche y sellar mi entrada, sigo un sinuoso camino adornado con velas dispuestas para mostrar ese recorrido que finaliza en una discreta extensión de arena con decenas de sillas repartidas por doquier. Mi sitio, al arrullo de las olas, me espera paciente y a su vez, frente a mí, espera un gigantesco piano de cola flotando sobre el inmenso pantano. Flotando.


El concierto comienza cuando el atardecer está en su pálida despedida, y una mujer vestida de rojo,se desliza con gracia por el embalse, saltando de piedra en piedra cual Pocahontas en su tierra salvaje, hasta acomodarse en su asiento. Se hace el silencio, y una melodía dulce y nostálgica cubre por entero el embalse, lo abarca todo y sobrecoge a los espectadores. Cuatro sencillas notas y un entorno así. No hizo falta más. Ahí estaba mi alma encogida en manos de una pianista vestida de rojo.


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