París, mi inspiración


París. Ciudad de lujo y glamour. Quizá no tan brillante como Mónaco, pero con más siglos de historia y más luz sobre nuestra cultura. Probablemente sea eso lo que la hace tan irresistiblemente atractiva. Organizar un viaje con tus amigos a una ciudad así, es extraordinario. Superados los nervios del billete, los peajes, el maldito GPS, la búsqueda de la terminal, las largas colas, la entrega de la tarjeta de embarque, el peso de la maleta y la foto prohibida al pie del avión.

Una vez subidos al avión, otra misión: buscar un asiento y, aún más importante, un hueco para tu maleta. Tras luchar contra algún que otro pasajero igual de estresado, conseguimos tranquilizarnos. Las azafatas, erguidas y malhumoradas, piden que tomemos asiento. Profesión frustrada desde niña, con sus trajes apretados de color azul turquesa, sobrevuelan el mundo. Corroboro la falsedad de un difundido mito: no llevan taconazos. Después de que una voz del techo me hable en algunos idiomas de forma ininteligible, consigo descubrir que tengo que ponerme el cinturón. Probablemente él consiga salvarme en caso de accidente, quién sabe.

El piloto informa ahora mismo de que vamos a despegar. "La temperatura fuera es agradable, de 20 grados centígrados. El viento en estos momentos es escaso, el cielo está despejado y las condiciones de vuelo son favorables. La temperatura en París es de 17 grados. Según las previsiones, tendremos un viaje tranquilo y sin turbulencias. Muchas gracias por confiar en nosotros y esperamos volver a verlos en nuestros próximos vuelos. Que tengan un viaje agradable."

Miro por la ventana: el cielo azul me envía una sensación tranquilizadora. Miro a mis amigos, cada uno a lo suyo. Cartas, cámara en mano, apuntes de ese desafortunado examen a la vuelta y, para mí, auriculares. Taylor Swift me espera. Eso sí, después de despegar. "Móviles no" me recuerda una azafata rusa que pasa por mi lado en ese preciso momento. Su ceño fruncido, sus uñas puntiagudas como garras e incluso esa coleta alta me destrozan mi platónico sueño frustrado. Las azafatas ya no molan tanto.

Pasados unos momentos de ligero nerviosismo, el avión empieza a moverse hacia delante. Constante, sin interrupción. Miro por la ventana. Aún puedo ver la terminal y el camión portamaletas. Seguimos en tierra firme, pero no por mucho tiempo. Tras una recta interminable, empiezo a notar cómo mi linea del horizonte se inclina suavemente. Mi cuello cae hacia atrás, espalda recta contra el respaldo blandito. Mis manos en el estómago, y yo erguida y tensa. Noto cómo la inclinación va en aumento, la presión en mis oídos se hace cada vez más intensa. Todos los demás sonidos quedan al margen, como si me encontrara en el interior de una burbuja y solo pudiera oír el eco de mis latidos. Cada vez más y más alto, me aventuro a mirar por la ventana. Veo cómo se va alejando la tierra, y las nubes me entorpecen la visión.

Un vuelco en mi estómago me sorprende, siento cómo va subiendo despacito. Es una especie de presión ahí dentro, como si él también quisiera desafiar a la gravedad, vagando a sus anchas por mi cuerpo. Lo presiono con mis manos en un desesperado intento de contenerlo. Y, de repente, se esfuma. Separo mis manos y respiro erguida con los ojos cerrados. Ahh... Menuda sensación. Al momento estamos de nuevo en posición horizontal, y ya la echo de menos. Miro hacia tierra por la ventanilla y me encuentro con una nube blanca, fina, casi rozando mi nariz. Se desvanece en el acto y me muestra un sol tranquilo, que descansa por debajo del avión, iluminando por pocas horas más la ciudad a la que ya no pertenezco.





Voy en busca de un nuevo sol, el sol de París. Por algo lo llamarán la "Ciudad de la Luz" o "Ciudad del Amor". Ciudad que, de momento, me ha devuelto la inspiración que desde hacía meses consideraba perdida. Será que hacen falta cambios de vez en cuando. Será que me hace falta París.

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