Sin manguitos
La vida muchas veces te pone a prueba. Te hace las cosas fáciles, para saber si
eres de los que cae en la tentación de lo cómodo a la primera de cambio. Otras
veces te lo pone algo más complicado, por el puro placer de ver si sales
airoso. Supongo que tenemos que ser siempre optimistas, pensando que somos
fuertes y podemos vencer ambos extremos. ¿Y qué pasa si me rindo? ¿Y si decido,
por afán de llevar la contraria, que soy débil? Sí, dejarme vencer sería la
solución más fácil, y la más rápida. Un final contundente, sin retortijones,
sin sufrimiento.
Dicen que la vida es un camino
fácil, un dejarse llevar a través del tiempo y del espacio. Si consigues
aprender a nadar, no te hundes y puedes evitar los tiburones que acechan en el
fondo del océano. ¿Pero qué pasa si no me han enseñado a nadar por estas aguas?
¿Y si me encuentro inmersa en un temporal y ni siquiera tengo manguitos? Podría
dejarme llevar por la corriente y ser devorada por los depredadores que,
silenciosos, esperan mi rendición. O podría patalear desesperadamente para
intentar mantenerme a flote hasta ver una línea de tierra firme en el horizonte
o una luz oscilante en el infinito.
Todo el mundo me dirá "¡Por
supuesto, sigue nadando! ¡No te rindas, que tú puedes!" Pero, ¿y qué pasa
si no quiero? ¿Es que no puedo cansarme de bracear y patalear sin dirección
alguna? Claro que, dejar de hacerlo, significaría sucumbir a la tentación de lo
fácil y lo rápido; mucho mejor que el camino tedioso y cansado que me espera si
decido no rendirme. La disyuntiva parece clara. Es lo que nadie puede decidir por
mí, la solución que pesa sobre mis hombros y que todavía se mueve informe en mi
cabeza, de babor a estribor. Quizás un factor externo, un calambre o incluso la picadura de una manta, podría allanarme el camino. Sin embargo, parece que
el cielo no está por la labor de mandarme ninguna señal, coherente al menos.
La única luz que se dibuja en mi
horizonte no sé de dónde procede. Quizá sea una alucinación, quizá venga de un
barco pesquero o simplemente resida en algún rincón todavía vivo de mi
imaginación. El caso es que esa alocada idea parece ser la única que consigue
meter aire en mis pulmones y bombear la sangre de mi corazón. Parece que es la
única que me permite mantenerme a flote, por mucho que, en realidad, solo sea
una ilusión. Parece que París va a ser la
única que consigue iluminar el océano en el que chapoteo y ahuyentar los
tiburones de mi camino. Quizá solo sea cuestión de tener un objetivo en la
vida, un punto de mira. La vida no siempre es fácil, pero sí consigue hacerte
más fuerte de lo que eras al principio. Si te toca un vendaval, te dejará un
velero. Si hay marea alta, tendrás que buscar un submarino. Yo ya paso de los
manguitos, lo que necesito para salir a flote lo tengo claro.
París, gracias por salvarme la
vida.
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