Juego de estrategia
Los hombres son débiles. Todo lo que tienen no es más que una burda
apariencia, un triste papel que interpretan para sentirse deseados.
Pero cuando una mujer les da la espalda, ¿qué le pasa a ese
donjuán sin remedio? Lo mismo que a todos: se cree que ella volverá
arrastrándose detrás de él. Y lo peor es que ella lo hará. "Porque ya no
existen los hombres de antes", se autoconsuelan muchas. Él creerá en el
peor de los casos que guiñándole un ojo la próxima vez la volverá a
tener rendida a sus pies. Hacen creer, por un periodo corto de tiempo,
que ellas tienen el poder. Pero no debemos caer en el engaño: tan solo
forma parte de su ingeniosa estrategia. Y aceptemos un hecho
sobradamente extendido y raras veces reconocido: a nosotras nos gusta
mandar, pero, en un lugar todavía más recóndito de nuestra cabeza,
también nos gusta arrastrarnos. Que ellos no nos lo pongan fácil,
afrontar el reto. Y es que, para qué vamos a negarlo, nosotras también
somos débiles. Débiles y tontas. Porque encima nos creemos más listas
que ellos cuando en el fondo somos todos iguales. Nos atrae conquistar
al hombre que vuelve locas a todas y que, por alguna extraña combinación
estelar, ninguna ha conseguido (de forma estable al menos). Y todo
porque en el fondo todos somos competitivos y ambiciosos. Ellos y
ellas.
Sin embargo, no debemos autoengañarnos. Ellos no son las mentes simples y planas que fingen ser. Eso lo hacen única y exclusivamente para tenernos contentas un ratito. Ya no somos la parte inteligente y cautelosa, prudente y atractiva. Ya no representamos el misterio y la dulzura, ni el encanto ni la virginidad. Ni siquiera nos ven ya como algo bonito e inexplorado, no somos ángeles, y no somos princesas, por mucho que lo creamos y que ellos nos lo hagan creer. Todo el misterio y la inaccesibilidad que había ganado la mujer a lo largo de la historia, se ha perdido en el siglo XXI. Y lo mejor que podemos hacer es aceptarlo. La realidad es que, si nosotras somos complicadas, ellos no pueden ser otra cosa que retorcidos, astutos y maquiavélicos. Y es que el amor ya no consiste en un juego de ajedrez en el que, por turnos, se intenta conseguir la rendición del Rey o de la Reina. Lejos de todo esto, el amor solo se reduce a una desesperada tortura en la que el hombre trata de mantener a la mujer embelesada con el mínimo esfuerzo.
Quizás es que nos hemos acostumbrado a que todo el mundo tenga pareja. Quizás es que relacionamos la soledad con un síntoma de debilidad. Quizás es que prefiramos ser torturadas pero estar en pareja. O quizá la respuesta al sobreexplotado estudio del amor no se halle en el misterio de la seducción y el papel de cada uno en él, sino en la desconocida y reveladora fuerza del azar en nuestra vida y, por qué no, del destino. Quizás.
Sin embargo, no debemos autoengañarnos. Ellos no son las mentes simples y planas que fingen ser. Eso lo hacen única y exclusivamente para tenernos contentas un ratito. Ya no somos la parte inteligente y cautelosa, prudente y atractiva. Ya no representamos el misterio y la dulzura, ni el encanto ni la virginidad. Ni siquiera nos ven ya como algo bonito e inexplorado, no somos ángeles, y no somos princesas, por mucho que lo creamos y que ellos nos lo hagan creer. Todo el misterio y la inaccesibilidad que había ganado la mujer a lo largo de la historia, se ha perdido en el siglo XXI. Y lo mejor que podemos hacer es aceptarlo. La realidad es que, si nosotras somos complicadas, ellos no pueden ser otra cosa que retorcidos, astutos y maquiavélicos. Y es que el amor ya no consiste en un juego de ajedrez en el que, por turnos, se intenta conseguir la rendición del Rey o de la Reina. Lejos de todo esto, el amor solo se reduce a una desesperada tortura en la que el hombre trata de mantener a la mujer embelesada con el mínimo esfuerzo.
Quizás es que nos hemos acostumbrado a que todo el mundo tenga pareja. Quizás es que relacionamos la soledad con un síntoma de debilidad. Quizás es que prefiramos ser torturadas pero estar en pareja. O quizá la respuesta al sobreexplotado estudio del amor no se halle en el misterio de la seducción y el papel de cada uno en él, sino en la desconocida y reveladora fuerza del azar en nuestra vida y, por qué no, del destino. Quizás.
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