La invitada

La temperatura del mar era agradable y fresca cuando me animó a adentrarme en sus hipnóticas aguas. Acepté esa invitación sin reproches: ni las algas de la semana anterior, ni las múltiples piedras puntiagudas que alejaban a los precavidos y a los niños, ni la bandera amarilla ni el tímido sol que parecía evitarme entre las finas nubes de algodón vespertino. Nada consiguió apartarme de mi propósito.

Entré brincando, tratando de sortear esas piedrecillas malditas, y tras cerciorarme de la profundidad que me esperaba me lancé sin miedo, hundiéndome en esa agua fresca y revoltosa. Nadé hacia sus profundidades, frenética y compulsivamente primero, y con brazadas acompasadas después, hasta que mi cuerpo se hubo adaptado a la temperatura del inmenso mar Mediterráneo.

Una vez dentro, a salvo de miradas indiscretas y salpicaduras imprevistas, de olas caprichosas y piedras y medusas, con un par de metros de profundidad salvaje por debajo de mi cuerpo, hice la plancha, o el muerto o la tabla. Completamente horizontal y flotando al filo de la marea, como una hoja, ligera pero al mismo tiempo unida al mar. Como si formara parte del oleaje mismo, una membrana más de su descomunal cuerpo, insignificante y desapercibida, en mitad de la naturaleza.

Como una invitada disfruté de su hábitat, con el pelo suelto ondeando bajo el mar, a su ritmo y su capricho. Con las orejas ocultas también, como un espía silencioso que es capaz de percibir los movimientos internos de una comunidad, pude escuchar con un sonido envolvente e hipnótico los hábitos cotidianos de las criaturas marinas, de sus mareas y sus arenas, todas ellas ajenas a mi presencia flotante por encima de sus cabezas. A salvo de la vida exterior. Entre dos mundos. Testigo indiscreto.

Desconozco a ciencia cierta el tiempo que permanecí en aquella tesitura, ondeando al ritmo del mar, con los ojos cerrados y el sol acariciando mi cuerpo oscilante a merced de los caprichosos elementos. Lo cierto es que podía haberme quedado allí mucho tiempo más, ajena a la vida terrestre, a las personas y a sus redes, a la publicidad, los sucesos, la política y a absolutamente cualquier otra cosa que nos bombardea en nuestra pestilente rutina.

Cuando conectas así con la naturaleza, te das cuenta de la grandeza que hay ahí detrás, de lo pequeños que somos y lo poco que importa todo lo demás.

Volví a la rígida y molesta arena tambaleándome, recuperé mi equilibrio a duras penas y me percaté de lo patética que es la realidad que elegimos que nos envuelva. Con lo fácil y bonito que es sumergirse en el mar.