Por fin libre

Sillas de ruedas se encuentran dispersas en una sala diáfana con grandes ventanales y tres plantas en los rincones. Sofás vacíos están distribuidos por pares y un horrible cuadro abstracto invita a la reflexión con sus colores evocadores y nostálgicos. Los ocupantes de las sillas tienen la mirada perdida. Ellas hablan sobre banalidades desde el despampanante vestido plisado de Paula Echevarría hasta la pícara sonrisa de ese enfermero nuevo de acento andaluz y ojos almendrados. Ellos callan. 

Sus cuerpos pesan sobre esas sillas grandes y aparatosas que manejan con cuidado, sus recuerdos revolotean mientras las palabras se atascan en su garganta, ávidas de una compañía que venga a escucharlas. Se conforman con su consuelo, su misma presencia les conforta. Un hombre tuerce su cabeza hacia su hombro izquierdo, dejando que su poco pelo lacio caiga sobre su rostro blanquecino. En la quietud de esa sala abarrotada y resplandeciente, muere. 

Nadie repara en su estado. Las señoras continúan con su charla. De vez en cuando callan y el silencio, cómodo y amistoso, las invade hasta hacerles sentir seguras, en calma. Los hombres siguen apiñados junto al televisor, mientras el canal de 24 horas ofrece una retahíla de sucesos cada cual más siniestro que el anterior. Muertes macabras, planeadas, solitarias, desafortunadas, venenosas y despechadas. 

Los mayores sienten compasión desde su residencia. Qué triste debe ser morir solo, a manos de tu vecino, por un escape de gas o simplemente al caerte una maceta de camino al supermercado. Qué agónico. Con lo bonito que puede ser hallar la paz eterna rodeada de amigos, en silencio y sin sufrir, ignorando todos ellos que la muerte acaba de pasar por su lado y todos, salvo uno, la han ignorado. Y mientras tanto sus familiares siguen envueltos en sus rutinas, ajenos a que su alma, por fin libre, va de camino al Cielo.


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