Encerrado

Yacía en la misma postura la mayor parte del tiempo, mientras le ayudaban a realizar todas las actividades de la vida diaria. Él intentaba moverse, pero la orden no llegaba, se quedaba estancada en algún punto del recorrido, entre su cabeza y su extremidad.

Durante mucho tiempo sufrió la impotencia y frustración de saberse inútil para cualquier cosa. Le preguntaban cosas fáciles para retarle y, sencillamente, no recordaba la respuesta. Sabía a ciencia cierta que estaba jugando al escondite, remoloneaba por ahí dentro y casi parecía que se estuviera burlando de él, su dueño durante mucho tiempo. Pero ya no corría esa suerte, caminaban uno al lado del otro, pero por carreteras pedregosas, largas y cuesta arriba, siempre en paralelo.

No tenía pinta de que aquello pudiera volver atrás, cuando rápido y astuto, era dueño de sí. Ahora sus recuerdos, todo lo que él había construido con tanto mimo y esfuerzo, tenían vida propia, una aletargada, caprichosa y taciturna que no respondía a las leyes de la lógica. Y por mucho que tratara de entenderlos, hacía tiempo ya que había perdido esa batalla.

Se sentía solo, burlado y acabado, arrastrando el peso de una vida que era incapaz de dirigir, y ni siquiera sabía cómo volver a hacerlo. Siendo honesto consigo mismo, en noches lluviosas y silenciosas como aquella, se reconocía secretamente que había dejado de intentarlo.

Al día siguiente por la mañana, rodeado otro día más por una familia cariñosa y esperanzada, fingía compasivo que aún podía salvarse. Movía una pierna y luego la otra, balbuceaba y trataba de bromear con su torpeza, y con cada sonrisa que compartía con ellos se sentía un poco más dueño de sí mismo; por un pequeño instante volvía ese brillo infantil a su mirada y se sentía vivo en un cuerpo que ya hacía tiempo había muerto.

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