Un personaje

Hace tiempo confesé mi miedo a que te esfumaras, a que decidieras marcharte voluntariamente, y al final lo hiciste. Ya entonces te dije que me inspirabas y que querría escribir sobre ti, y basar un personaje de mis cuentos en tu viva imagen. Porque tú eras risueño, melancólico y cabezota como ninguno. Una mezcla preciosa. Me llevabas la contraria por sistema y disfrutábamos discutiendo, a la manera francesa, sobre todo tipo de temas. Que éramos polos opuestos era evidente, pero que nos tolerábamos y admirábamos el tesón del otro también resultó innegable. 

Vivimos muchos momentos únicos, de filosofía existencialista y de imaginación desbocada, la que nos hacía crear mundos paralelos con nuestras propias normas. Y tú me decías que o todo o nada. Y yo te hablaba del punto medio de Aristóteles y tú del yo soy yo y mis circunstancias. Y solo nos callábamos con un beso.

Nuestra despedida fue triste pero bonita, aún recuerdo nuestro último paseo y aquel último beso con sabor a lágrimas saladas, las mías claro, porque tú no llorabas. Pero el tiempo me enseñó que tú también lo hacías, en silencio, a oscuras y solo.

Un año más tarde me enteré de la noticia que más me ha encogido el alma y recordé que nunca llegué a escribir tu personaje. Me sentí culpable, de repente. Pensé egoístamente que por qué lo habrías hecho.  Siempre buscando los porqués, ya me conoces. Pero esta vez el porqué ya no tenía ninguna importancia, porque no estabas y nunca volverías. 

Entonces algo de mí estalló y me negué a creerlo y mancillar tu nombre y tu memoria, y recuperé tu vitalidad de mis recuerdos y conservé tu sonrisa por un tiempo, instalada en mi retina y recreándose en una brecha del espacio tiempo que vivía todavía en mi cabeza. Y pensé que al menos eso te lo debía, por no haber escrito antes, por no haberme quedado contigo, por no haber sabido que tú también llorabas o por no haberte confesado que tú siempre fuiste el personaje protagonista de mi historia.