Piernas perfectas

Ella, piernas esbeltas y doradas por el sol, un collar caro y un precioso tocado en su cabello castaño. No conseguí ver su sonrisa, pero su  enérgica y natural alegría todavía permanecía en su rostro, a pesar de las circunstancias.

Vino hasta mí tumbada en una camilla y la conocí​ ya sedada. Sus piernas perfectas, estaban ahora completamente desestructuradas por el accidente, había perdido mucha sangre. Estuve ocho horas ininterrumpidas encerrado en ese quirófano, algunas de las enfermeras e instrumentalistas doblaron turno sin que yo se lo ordenara, mi determinación no parecía admitir quejas.

Presumía ser una tarea imposible tratar de reconstruir aquellas infinitas piernas, hueso con hueso, cartílago con cartílago. Soy consciente de que cualquiera en mi situación lo habría dado por perdido, habría incluido una prótesis en la factura y se habría ahorrado unas cuantas horas de sufrimiento y angustias. Pero a mí siempre me han apasionado los puzles, y reconozco  que aquellas piernas me tenían cautivado.

Pasaron muchos días mientras los transfusiones de sangre le devolvían el color a sus mejillas, su piel seguía reviviendo protegida por capas de escayola y vendajes aparatosos. Despertó de su sueño inducido y estuve presente cuando el médico de cabecera que llevaba su caso explicaba el accidente a su familiar más cercano y la necesidad de reconstruirle ambas extremidades.

Permanecí callado cuando elogiaron en silencio mi diligencia profesional. Yo no podía reconocer el éxito hasta que no lo viera con mis propios ojos. Y aunque lo consiguiera, tenía la certeza de que jamás esas piernas serían lo que -con total seguridad- algún día fueron. Pero entonces la vi a ella. Vi esos ojos que me miraban lastimeros y agradecidos a partes iguales, aunque con un brillo de vitalidad que jamás había visto antes en ningún paciente.

Esos ojos me obligaron a estar presente a lo largo de toda su recuperación, sin que lo exigiera mi trabajo. Yo fui quien ordenó su anestesia, quitó esa escayola y descubrió sus ya no sedosas piernas.

La recordé el día de su llegada, tan perfectamente arreglada y perfumada. Sin pensarlo me excedí, le lavé, afeité y peiné con aquel gracioso tocado que trajo el día de su ingreso. Contemplé orgulloso mi creación y la verdad es que solo con imaginar su alegría al ver aquello, me reconcilié con la crudeza de mi profesión. Volví a escayolar las extremidades como quien empaqueta un regalo.

Al día siguiente ella descubrió mi obra, vi el brillo en sus ojos, que me miraron directamente infinitamente agradecidos, y me quedé satisfecho. Esas piernas volvieron a caminar meses más tarde, tras muchas sesiones de recuperación que supervisé con ternura. Su alegría volvió a deslumbrar cuando vinieron a despedirse, su dueña me abrazó con cariño y ella se llevó sus patitas, de nuevo perfectas, mientras su rabito se agitaba frenético por el pasillo de la clínica. Lo vi muy claramente: pronto volvería a las andadas.

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