Recuerdos

Seguía viendo aquellos vídeos una y otra vez, hasta la madrugada. Evocaba recuerdos de sus hijos, cuando todavía bailaban graciosamente al son de cuatro notas melodiosas. Los pequeños solían aplaudir su propio baile al finalizar y una sonrisa inmensa ocupaba todo su rostro, y este tenía un fiel reflejo en el de su madre. A veces se la oía reír a carcajadas a través de las paredes, desde su dormitorio. Supongo que eran recuerdos agridulces, después de todo. 

Ahora aquellos hijos hacía tiempo que habían abandonado el hogar en el que habían crecido y ella, rodeada por una soledad que impregnaba cada pared, solo podía recordarlos con frecuencia y esperar sus esporádicas visitas. Como su vecina, solo podía compadecerla. 

Yo misma había presenciado algunos de sus encuentros con sus preciosos hijos. Había visto la radiante luz en sus jóvenes ojos apagarse con el paso de los años, y el pequeño destello que reaparecía en ellos cuando se producían esos reencuentros. Había escuchado una y mil veces las maravillas de aquellos niños, las habilidades lingüísticas, la destreza motora, la perspicacia en los negocios, los éxitos amorosos, las altas metas y los progresos personales.

Pero ahora solo podía compadecerla. Qué duro era ver crecer a los hijos y sentir que una deja de ser tan importante para ellos como algún día fue. Cómo duele darse cuenta de que las prioridades son otras, que los encuentros son menos numerosos y más fugaces. Siempre saben a poco. Qué difícil es envejecer, aburrirse y padecer. El vacío que se siente, por mucho que se busquen entretenimientos ocasionales, es indescriptible. Porque por encima de todo, antes que los dolores, las arrugas y el insomnio, antes que el frío, la falta de apetito o las visitas al médico, lo más terrible es —después de todo— el tormento de los recuerdos que hacen tan viva la ausencia.

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