Instante de libertad

Una niebla espesa flotaba en aquel pequeño pueblo, cubriendo el aire de una inusual humedad en aquellas noches otoñales. Por el suelo, hojas caídas de colores oscuros parecían apiñarse en busca de algo de calor. Entre la niebla, las farolas proyectaban una luz amarillenta que no conseguía iluminar demasiado el empedrado irregular. 

Ella miraba desde su ventana, mientras fumaba su prohibido cigarrillo al abrigo de la silenciosa brisa nocturna. Aquella noche el silencio era más intenso y duradero de lo habitual y la quietud resultaba ensordecedora, casi dolorosa. Sentía la adrenalina correr por sus venas, sabiéndose en peligro y temiendo ser descubierta en el alféizar de su ventana, el único reducto de libertad que le quedaba.

De pronto, en la inmensidad de la noche, envuelta en la propia niebla como estaba y camuflada por el tejado de su vivienda, lo vio. Cruzó un sendero pedregoso bordeado por altos pinos de hojas amenazantes y estirados troncos. El ágil caminar de ese hombre habría pasado desapercibido para cualquiera en aquella soñolienta noche, pero los ojos de ella estaban muy despiertos. Seguían atentos todo su recorrido.

Como un camaleón, parecía adoptar el aspecto de aquella niebla volátil y ambigua, moviéndose con rapidez entre las estrechas callejuelas que entrelazaban las casas de aquel desamparado paraje. De pronto, se detuvo en la inmensidad de la noche, en la linde de un espeso bosque salvaje a solo unos cincuenta metros de donde ella se encontraba. Su cigarro se había consumido casi en su totalidad y, aprovechando ese preciado instante de libertad, dio su última calada, cerrando los ojos y respirando profundamente, sintiendo el ardor que el humo le causaba en su garganta hasta llegar a sus pulmones mientras la humedad nocturna lo aliviaba al colarse por su nariz el frío aire de las montañas.

Sin embargo la noche oscura delató un punto rojo a lo alto de aquel tejado y él, con el cabello cubierto de una ligera humedad y su cuerpo en tensión por el frío, percibió ese diminuto haz de luz en mitad de la noche como si de un francotirador se tratara. Ella levantó los ojos para poder continuar su anónimo escrutinio y en el tiempo que duró aquella dulce calada, el hombre había desaparecido. En cuestión de segundos la noche lo había engullido y guardó su identidad con recelo. 

Buscó con ojos desesperados entre la niebla el cuerpo de aquel hombre, entre cada árbol del bosque que asomaba al fondo de su calle, entre los coches aparcados caprichosamente a lo largo de la carretera y entre las casas irregulares, buscando en sus portales y jardines, un indicio, un movimiento. Pero todo fue en vano y fue consciente de ello entonces.

Ella se fumó su última calada en el preciso instante en que él se esfumó para siempre, y con ello, toda posibilidad de averiguar la identidad de ese enigmático ser. Aquel instante de fugaz placer permaneció en su memoria con un regusto a derrota y, por ello, dejó su vicio. Creyó vengar así al misterioso hombre desaparecido pero, con ello, tampoco salió a su ventana y jamás supo que aquel hombre la esperaba, noche tras noche, en la linde del bosque al abrigo de la niebla.