Le dejé creerlo

Era bonito ver cómo intentaba con todas sus fuerzas protegerme. Argumentaba, escondía, simplificaba y bromeaba, siempre tenía algún plan para hacerme sentir mejor, aunque la situación fuera insostenible. En mi interior, ardía en deseos de gritarle que ya no era la niña que él había conocido. Que podía oír lo que estaba pasando en realidad, que ya lo había intuido una parte de mí o que mis oídos habían escuchado cosas peores. Que sería capaz de asimilarlo. Que ya no era su niña.

Pero de pronto recordaba que ese sentimiento de protección, esa paternal inclinación por salvarme de todo mal, era lo único que le unía a mí. Lo que le hacía ser a él quien era. Lo único que nos quedaba. Y le dejé creerlo. Porque después de todo, quién era yo para decirle alto y claro que ya era una mujer fuerte e independiente. Que ya no le necesitaba. Probablemente eso lo alejaría de mí, le haría sentirse inútil y desgraciado y yo tampoco quería perderlo.

Recuperé mi lado infantil e indefenso, lo hice lo más grande que pude y vi aparecer la sonrisa en su rostro, la que siempre conseguía arreglar mis problemas de niña, salvar mi mundo. Por esta vez, no ser la salvadora me sentaba realmente bien. Era reconfortante y, al mismo tiempo, esperanzador.

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