Descubriendo al débil


No puedo explicar con certeza en qué momento de mi vida personal terminé por entender la abundancia de la debilidad humana. En el ámbito profesional fue algo más fácil. Hubo un tiempo en el que todas las personas que conocía me parecían débiles y miserables, indignas de merecer la vida incluso. ¿Quién era yo para decidir sobre la vida de los demás? Una jueza, por supuesto. Magistrada del Tribunal Supremo, concretamente. Pero empecemos por el principio.

Dos acusados deben elegir si aceptar un trato con el fiscal, a todas luces injusto para ellos pero más seguro que la incertidumbre de mi veredicto. Pactan. Una mujer testifica sobre las palizas de su ahora ya exmarido. No es capaz de precisar si sufría vejaciones, maltrato o desprecios con asiduidad. Sigue temiendo responder de forma clara. Debo absolverlo. Una prostituta me explica con un discurso muy bien ensayado que ella ignoraba la clase de trabajo que le ofrecían aquellos hombres altos y violentos. Dos o tres preguntas largas, concisas, requieren una respuesta sencilla y rápida. Y ahí está... Ella duda sintiendo la presión y la importancia de esa respuesta. Y la condeno.

He tenido ante mí tantas experiencias que podría preparar una tesis doctoral, pero no tengo tiempo para escribirla. Escucho tantas promesas de futuro, tantas posibilidades que la ingenua imaginación de la gente trata de materializar en ese futuro deseable, creíble incluso, pero que siempre acaban por volatilizarse. Se esfuman en sus narices, como una pompa de jabón que decide explotar sin previo aviso ni razón aparente. 

¿Qué es lo que les impide dar el paso y arriesgarse? La debilidad se materializa tras haber germinado en una suerte de motivos de lo más variopinto: una apresurada resolución por cambiar, una falta de aceptación de la propia conducta, un ambiguo sentido del deber, traumas infantiles latentes, un nulo sentido común, una desesperada necesidad de reconocimiento paterno, la ley del mínimo esfuerzo tatuada en sus genes, un carpe diem grabado a fuego en sus corazones, y demasiada preocupación por las apariencias a menudo reflejada en sus esculturados cuerpos.  Siempre resulta ser alguna de ellas y, en realidad, cualquiera les sirve como excusa. Y por eso no viven, no arriesgan, malviven. Vagan por una mediocridad como de paso, sin atreverse a pensar por sí mismos y sin decidirse a caminar sobre sus zapatos.

No se puede negar que resulte más fácil que otros factores decidan por uno mismo. Porque así no tenemos en la conciencia el peso del "¿y si hubiera...?" Porque es más fácil responsabilizar a algo externo. Ese "y si" es tan traicionero como escurridizo, y consigue colarse con facilidad entre los pensamientos del débil. En cualquier momento, si lo encuentra a solas, despistado, preocupado. Esa duda se acomoda con facilidad, recuerda con pasmosa exactitud los errores pasados e implanta la semilla del miedo regándola con ternura cada vez que tiene ocasión. Un miedo que no tarda en llamar prudencia. Una prudencia que le convierte en precavido. Y el débil ya no encuentra motivos para ser fuerte.

Lo cierto es que llevar el peso de nuestras decisiones es algo tan difícil de asimilar cuando es un error y tan volátil si acertamos, que no niego que sea más fácil desentenderse. Desde luego que lo es. Igual que mantenerse neutral. Igual que un empate. O igual que pasarle el caso a otro juez alegando que tienes un conflicto de intereses, cuando en realidad no tienes ni idea de a quién dar la razón. Lo que se conoce como escurrir el bulto. Es muy tentador.

En su declive, el débil acaba por ceder, el miedo corrompe su infantil ilusión, su creatividad, su esperanza. Muy pocos han demostrado ser fuertes para resistir tentaciones, para ser fieles a sus principios o a sus objetivos. En mi terreno he comprobado que la cárcel es una prueba de fuego para ellos, ahí demuestran su fortaleza o sucumben irremediablemente. No hay un término medio. Aunque siempre puedo equivocarme, al fin y al cabo, todos​ somos humanos.

Esa es mi excusa favorita, ya verán, es universal y sirve para todo. Somos humanos: subimos, bajamos, cambiamos y aprendemos de nuestros fallos. A todas horas, constantemente. Que me perdonen los reos a quienes he condenado injustamente. Que yo también soy humana. No, así no funciona la vida. La realidad es que a algunos no se nos permite equivocarnos, aunque lo hagamos, que lo hacemos. Dicen que reconocer los errores es signo de madurez y fuerza. Es reconfortante. Puede que sea la única forma de que la debilidad se convierta en fortaleza. Y nuestro carácter humano en Humanidad. Pero puede que sea mejor que otro lleve esa carga, me conformaré con ser congresista y votar de cuando en cuando. Todo por el pueblo.