Descubriendo al mentiroso


A lo largo de mi experiencia profesional me he topado con grandes mentirosos. Personas con el innegable don de inventar excusas, más o menos escenificadas, donde hallar pretextos, manipular emociones, representar personajes y, en definitiva, crear. Eran creadores y yo, su fan más incondicional. Es maravilloso ver cómo un mentiroso se cree con el absoluto control de la situación. Pero créanme, es aún más fascinante saber que está mintiendo.

Reconocer a mentirosos se convirtió en mi especialidad y yo, en una valiosa arma para el gobierno. Al principio me utilizaban en casos menores, robos sin testigos, violaciones sin sospechosos, incluso asesinatos sin pruebas. Solo conjeturas. Pero todos sabemos que una condena no puede fundarse exclusivamente en eso, ¿verdad?

Con el tiempo empecé a conocer el prestigio en la profesión, ser indispensable es la misma sensación de control que siente al principio un mentiroso. Sin embargo, al igual que les pasa a ellos, son traicionados por su propia realidad. Desconfían de todas las personas, su soledad les aprisiona, la duda acaba por ser un elemento esencial de sus vidas. En mi caso, ese dominio de las situaciones me llevó a investigar grandes casos, mafias, asesinos a sueldo y bandas terroristas. Me convertí en el enemigo potencial de todos ellos y el miedo se acostaba conmigo cada noche.

Empecé a dudar de mis propios conocimientos, mi inseguridad se exteriorizaba en un pequeño rictus en el labio. Nadie había llegado a apreciarlo pero mi mayor enemigo era yo. Me sabía vulnerable. Empecé a temer por mi familia y amigos, me encerré en mí misma y la soledad del mentiroso acabó por alcanzarme. Nadie resultaba ser lo que parecía, todos parecían tener secretos, oscuros, opacos. Mi paranoia se volvió tan grande que llegué a pensar que ser ermitaño era la solución. Quizás en el Tíbet.

 Lo maravilloso, desconcertante y revelador del mentiroso se observa en su última fase: cuando se siente acorralado por las preguntas cada vez más incisivas que acaban por crear contradicciones en su discurso. Todo su papel, su escena, se ha venido abajo. Y no hay posibilidad de segunda toma. Entonces es bonito apreciar la moral del mentiroso que se asoma muy tímidamente, y por única vez, al intentar evadirse formulando nuevas preguntas o desplazando su relato hacia otras cuestiones. Porque no quiere mentir más. Esto solo pasa cuando su interlocutor es alguien a quien ama o aprecia. Y esa es su debilidad.

Su reacción al ser descubierto por el peso de la verdad también es revelador. Algunos se expresan con agresividad y violencia, a veces con angustioso nerviosismo, pero otras fascinantes, emotivas y escasas veces, con sincero arrepentimiento. Vivir para presenciar esas reacciones ha sido el motor de mi vida. 

En el momento oportuno comprendí que intentar entender a un mentiroso solo conseguía destrozar mi sentido común. Perderme en hipótesis y argumentos que conducían al absurdo. Lo cierto es que los mentirosos muestran al menos una verdad que yo no fui capaz de aceptar jamás. Su causa, su afán siempre ha sido el de engañar y manipular a los demás. Saberse capaces de conseguirlo les abruma. 

Y sin embargo, yo jamás reconocí que era una mentirosa, pero ahora sé que yo perseguía ese mismo objetivo en la vida. Lo disfracé de bondad, de servidumbre e incluso de ciencia. Pero yo en realidad era uno de ellos, aunque nunca reconocí mi verdadera naturaleza. Puede que hubiera sido más fácil aceptarme desde un principio, con la honestidad de un mentiroso que sabe que es bueno en lo suyo. Dejar de negarme a mí misma y empezar de verdad a mentir.