Descubriendo al vengador


Lo vi en aquel momento, débil y derrotado, con sus hombros bajos y la cabeza gacha. Todo en él estaba acabado, pero su mirada desprendía un brillo feroz, una determinación clara como nunca había visto. La decisión estaba tomada y el camino sería incierto.

Con el paso del tiempo fui testigo de cómo su afán por conseguir venganza no solo no disminuía, sino que se hacía más fuerte aunque conociera la derrota y los obstáculos se multiplicaran a su paso. Yo había estudiado el comportamiento de hombres vengativos y fuertes que conseguían desarrollar sus habilidades para conseguir siempre su objetivo. Pero aquello era distinto.

Una causa como conquistar una tierra, apoderarse de un bien ajeno, o cometer un asesinato son hechos delictivos y antisociales, que han generado a lo largo de la historia una sensación de adrenalina y poder a todos los hombres, sin importar su edad, raza o religión, y sin embargo ninguno es equiparable al empeño del vengador. Hay algo mucho más poderoso que le impulsa a lograr apagar esa sed que va creciendo en la imaginación hasta que por fin se ve satisfecha, y no admite menos regocijo que aquel que se ha imaginado con tanto mimo y paciencia.

A medida que pasaba el tiempo su fijación era más fuerte e inamovible, y los consejos de sus compañeros ya no eran escuchados, ni siquiera el mío. Le pedíamos paciencia, calma, serenidad. Pero era inútil. El único modo era el suyo, el que él había concebido. No importaba que nadie lo hubiera conseguido antes que él, sería su hazaña, ser el primero no le desalentaba.

Se tornó ciego de ira, no parecía estar en sus cabales, ni siquiera a primera hora del día, cuando sus músculos estaban todavía durmiendo y su mente tranquila. Puedo afirmar que sus compañeros corrían peligro. No el peligro real y previsible de una guerra, sino un riesgo invisible, incierto pero letal que acompañaba a la ciega venganza de su cabecilla. Estaban a su merced. Su objetivo les salpicaba a todos.

Pasó mucho tiempo en pos de su ansiada victoria. Lo vi alzarse, ante una multitud enloquecida y su báscula marcando su peso ideal. Había perdido 30 kilos. Ahora el sobrepeso, su enemigo vital, clamaba piedad con los michelines consumidos y las tentaciones a raya. Tenían un nuevo dueño.

Él sonreía a sus compañeros de gimnasio, miraba al aire acondicionado, como buscando la aprobación de su venerado compañero. Su respuesta fue un conocido zumbido monótono y desprovisto de emociones. No sé qué era lo que esperaba que ocurriese pero vi cómo el brillo vengativo que le había guiado se apagaba lentamente en sus ojos. Tan rápido como apareció su determinación, se calmó su sed de venganza y le sobrecogió un pesar que no se separó de él hasta el mes de septiembre. Ya había cumplido su propósito, y sin él se había quedado vacío.

No lo vi en todo el verano, pero volvió con esos 30 kilos encima, echándole la culpa a los helados, me eché una toalla al hombro y volví a retomar su entrenamiento donde lo habíamos dejado.