De selfies y pilates


Mi mano descansaba sobre aquel bote de madera gastada que a duras penas se mantenía a flote y transmitía una sensación de inseguridad y aventura a partes iguales. Tenía el corazón dividido y el estómago como una piedra que, como me parecía, iba a hundirnos al bote y a mí bajo las trémulas profundidades de aquel andrajoso río.

Después de sopesar las estadísticas de sobrevivir al naufragio en primer lugar, y después a la picadura de alguno de los múltiples animales salvajes que me rodeaban, me di cuenta de que estaba perdido. Llevaba ya más de tres horas sin encontrar al grupo y, más importante, al guía que me había envuelto en aquella trepidante aventura en lo más recóndito de la selva amazónica. Para recomendarlo sin duda.

Ahora me las veía ahí solo, sin ningún ser humano a mi alrededor y probablemente incluso en varios kilómetros a la redonda, consumido por el eco de misteriosos sonidos acechadores y potencialmente causantes de horribles muertes. El vaivén de aquella barquita era lo único que me mantenía a salvo y, teniendo en cuenta su lamentable estado de conservación, tampoco eso era una apuesta segura.

Entonces, asumiendo mi más que probable muerte temprana y en circunstancias del todo desaconsejables, empecé a mirar mi alrededor con otros ojos. En lugar de un río peligroso vi un precioso caudal que se movía sinuoso y señorial dibujando su camino y esquivando rocas y árboles a placer. La gravedad también le servía de ayuda. Entre las copas de los árboles aprecié la vida en lugar de la amenaza, familias de monos jugando y gritándose con entrañable furia. Pájaros de todo tipo, serpientes, chimpancés y ¿ardillas? se movían fugazmente, como pez en el agua en un paisaje idílico que llamaban hogar. Ahí yo era el intruso y este era su mundo.

Sorprendentemente el río terminó en un mar inmenso y apacible donde las aguas estaban tan calmadas como el precioso atardecer en tonos rosados y anaranjados que se abría ante mis atónitos ojos. Toda esa naturaleza estaba expectante. Extendí mi brazo hacia ese sol candente, que se marchaba sin mirar atrás, que nos dejaba a merced de las oscuras aguas y las criaturas salvajes. Supe que no sobreviviría una noche en la selva, y pensé que había conocido el mejor de los finales con esa estampa. Ya solo me quedaba que un cocodrilo me arrancara un brazo, para que el selfie tuviera más likes que la Kardashian en pilates, y mi vida habría encontrado su sentido.

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