Descubriendo al melancólico


Este era su aspecto habitual. Abstraído, ausente. En su mundo. Parecía una recurrente pose para el perfil de Instagram, pero doy fe de que ese era su estado normal. Estaba pero sin estar, aunque tuviera compañía.

Esta vez no era así. Allí estaba él solo. Parecía una persona normal a la luz de una lámpara vintage de las que abundan en los restaurantes retro que están tan de moda. Los ojos de un extraño podían haberlo calificado como una persona interesante e incluso enigmática. A pesar de que aquel local no estaba concurrido, la entrada o salida de algún cliente ocasional tampoco perturbaba su concentración. Ese libro debía de ser tan absorbente como presenciar la mismísima llegada a la Luna.

Pero lo cierto es que ese nivel de ensimismamiento no se debía al contenido del libro. Yo conocía los indicios que los demás ojos pasaban por alto. Me sentía una especie de Sherlock Holmes moderno, con un toque de Sócrates estudiando el comportamiento humano y disfrutando con su predicción. 

Aquel libro ya lo había leído cientos de veces, aquella cafetería e incluso esa misma mesa ya había conocido la presencia de aquel joven abstraído. Ni siquiera la camarera, que había intentado sin éxito llamar la atención de aquel atractivo joven con sus indudables encantos, consiguió despertarle de su letargo.

La mirada perdida, vacía, sin el brillo que había lucido antaño. El café descafeinado, oscuro, intacto, y ya frío. Su libro, manoseado y con sus esquinas desgastadas, llevaba media hora en la misma página. El móvil sobre la mesa. Quién sabe si esperando una llamada que nunca llegaría, o reuniendo el valor para hacerla por fin. Su mirada se levantaba del libro únicamente para mirar la pantalla del móvil. En su bolsillo descansaba una billetera repleta de recuerdos de ella, la entrada de un concierto, la reserva de un hotel o la factura de un restaurante. 

Vestía la última camisa que ella le había comprado, de infinitos lunares blancos sobre un fondo azul marino. El coche estaba aparcado a la izquierda del callejón, donde quedaba resguardado de la lluvia que en su primera cita les había calado hasta los huesos. En su cabeza resonaba la canción que entonaba una joven Aretha Franklin el día que se conocieron en aquel pub irlandés. "Qué canción tan poco apropiada para un bar de cerveza". Ella brillaba con un vestido color salmón y su pelo en un alto recogido caía despreocupado en mechones finos y pelirrojos sobre sus hombros desnudos. La veía con absoluta claridad y, sin embargo...

- Perdone, ¿desea algo más? Vamos a cerrar la cocina.

La camarera le despertó de su recuerdo y su interrupción fue correspondida con una mirada fugaz, pero agresiva. 

- Tráigame la cuenta, gracias.

Su voz queda y sombría, su respiración tensa aunque muda y esa mandíbula apretada demostraban la tensión que lo invadía. No recordaba el momento en el que su melancólico romanticismo se había tornado un predecible aburrimiento. No fue consciente del momento en el que ella se cansó, pero pronto le abandonó. Yo lo vi todo, desde la cocina. No tengo ningún mérito, gran parte de su relación había transcurrido dentro de mi restaurante, y yo solo fui un testigo involuntario, pero eso sí, muy discreto.

A vosotros os  contaré lo que pasó. Ella se fue, pero en realidad solo era una prueba. Era evidente, todos lo sabíamos. Una última oportunidad de comprobar si él era capaz de reaccionar, de luchar. Pero no tuvo el valor para salir de su esquema, de su perfecta vida soñada, para tratar de salvar algo que se salía de lo esperado. Solo había una cosa clara, ella no volvería y debía dejar de alimentar ese pasado, no podía seguir viviendo de sus recuerdos porque aquellos recuerdos iban a terminar con su vida. Y yo no podía permitirlo. ¿Y quién era yo para decidirlo? Pues el dueño. Y en mi local no entran caras largas.

Así que le serví un buen burrito con diez veces más de chile que el habitual. Sabía que en su estado no notaría ni lo que se estaba comiendo. Con aquello estaría una semana sin salir del baño, ni pisar mi local, ni sus estúpidos recuerdos. Y ahí me quedé con la conciencia tranquila, observándole satisfecho. Adiós cara larga. Toma ya. Invita la casa.