Descubriendo al mujeriego

No me gusta presumir de ello, pero lo cierto es que había conocido a muchos hombres de su estilo. De los que tienen una sonrisa encantadora y te encandilan con un sentido del humor y conversación interesante. Valores estudiados, un discurso abierto y predisposición a la aventura. 

Son en su mayoría hombres que juegan y se adoran a sí mismos, disfrutan de saborear a su alcance lo prohibido, y en ocasiones lo prueban, claro. Pero es por todos sabido que se ven a la legua. Tanto ellos como ellas tienen las cartas sobre la mesa y su modus operandi resulta demasiado evidente. 

Los dobles sentidos, jugar con la ambigüedad y el narcisismo, utilizar los apelativos cariñosos y motes ridículos, o bien las batallas de sexos son algunos de sus métodos. Si os digo la verdad, hace tiempo que me cansé de enumerarlos. Al final había algo en ese tono de voz grave y meloso que emplean que los hacía totalmente reconocibles y convertía en inútil la maldita lista.

También debo confesar que encontré verdadero placer en seguir el juego a este tipo de energúmenos, especialmente a los borrachos y los infieles. Disfrutaba acorralándoles en mentiras, dejándoles con la palabra en la boca y la miel en los labios, interrogando con preguntas directas e ignorando los halagos y verborrea que servían​ con las otras. Conseguía que ese estúpido sintiera mi presencia leyendo su cerebro, sin poder esconderse de la verdad que tan inútilmente trataba de esquivar.

Sin embargo ese tiempo quedó atrás y el aburrimiento hizo mella en mí. Ni siquiera destapar a esos creídos o torturarles con sus expectativas conseguía despertar en mí el más mínimo interés. Empecé a pensar que estaba madurando, que mi etapa de rompecorazones ya había pasado de largo, y, cuando menos lo imaginaba, me escribió.

- Tengo la sensación de que ya te tengo muy visto.
- Pero si no nos hemos visto desde el día que nos conocimos.
- Pues me parece que ya he tenido bastante. 

Pero me vi quedando con él, al día siguiente. Creo que solo fui por el puro placer de recordar lo que era tener el control en una cita. Mi propósito no era conquistarle, aunque sí impresionarle. Me vestí con mis mejores galas y maquillé mis ojos como nunca. Para qué falsa modestia: estaba arrebatadora. Mientras me dirigía a nuestro encuentro tenía sentimientos encontrados. No sentía nervios, solo expectación. En mi cabeza aparecían múltiples conversaciones posibles, y en todas había una batalla de orgullo y desafío, ambigüedad y escepticismo. Yo siempre salía ganando, por supuesto.

Entonces lo vi, tan alto y desgarbado, despreocupado e indefenso, tan fuerte y vulnerable, con su careta perfectamente estudiada. Comprendí cómo esa pose era capaz de engañar a tantas mujeres. Reforcé mi entusiasmo por hacerle sentir lo mismo que él hacía. Algunos lo llamarán venganza o hipocresía. Porque le estaba culpando, y condenando, por lo mismo que estaba a punto de hacerle. Porque solo vi al malo y no a la víctima. Porque disfrutaba con crearle expectativas y hacerle sufrir, con mi papel de mujer fuerte e independiente, dura y experimentada; pero también sensible, buena e inocente.

Tan bien me salió que me envió su sentencia de muerte nada más separarnos. "Me has dejado con ganas de más". Una sonrisa maquiavélica se dibujó en mi cara y lo comprendí todo. Me había convertido en él. Su condena llegó pronto, pero la mía no tardó en aparecer. El remordimiento me persiguió, esa fue la última aventura y mi conciencia el peor juez.