Descubriendo al psicópata

La vi tan frágil e indefensa que no pude creer que hubiera sido condenada a cadena perpetua. Su aire angelical y sus exquisitos modales hacían de ella una mujer atractiva, su mirada frágil y penetrante resultaba casi hipnótica y su voz dulce y suave conseguían encandilar hasta a un reputado doctor. Pero yo ya había sido advertido.

Mi primera visita fue un oscuro presagio desde su inicio. Ella estaba sentada frente a mí con aire escéptico y las esposas envolvían sus delicadas muñecas sobre una mesita desvencijada. Le dije: "Empecemos por el principio". Su historia resultaba bastante enrevesada aunque los detalles aparecían a menudo precisos y con coherencia. Algunas cuestiones, por pudor o vergüenza, no me fueron reveladas. No insistí. La confianza es la primera columna que sostiene la relación médico-paciente. 

En mi siguiente sesión ahondamos en su malograda educación, su familia desestructurada, la muerte prematura de su madre y los maltratos de su padre. Tenía el cuadro completo del delincuente violento. Todas las papeletas eran para ella. Su única amistad resultó ser un gato, con el que conversaba y se divertía jugando. No me preocupó excesivamente. Tenía con sus hermanos menores una considerable separación de edad y todos eran varones, lo que explicaba su introversión y su excesiva timidez y vergüenza.

Volví a visitarla con un regalo, y me alegró ver su reacción inmediata de sorpresa y júbilo. Después de diez años encerrada conseguía conservar la espontaneidad y el entusiasmo por los pequeños detalles, como reaccionaría un niño. Clara señal de la falta de afecto que había dominado su vida.

En nuestra conversación salió a colación un antiguo amor del que no quiso dar grandes detalles, parecía dolida y avergonzada. Supuse que le había roto el corazón y resultó irrelevante para el caso. Le hablé de la víctima, una mujer acaudalada y dominante que maltrataba a su hijo menor. Resultó ser su vecina. Me explicó su relación cordial y esporádica con aquella mujer. Y le pregunté por el niño. Su expresión se congeló. La espontaneidad que hasta entonces había lucido pareció quebrarse. El miedo brillaba en su mirada, el horror vibraba a su alrededor, emanando de su propia expresión, y sus delicadas manos temblaron involuntariamente.

El motivo de mis visitas era la realización de un examen psiquiátrico que determinara el estado de salud mental de la joven. Después de aquello, no pude más que tomarme un momento para reflexionar. Todo en ella me empujaba a creer en su inocencia, pero había una sensación de intranquilidad que no conseguía quitarme de encima. Esa persona que se horrorizaba de tal manera no podía tratarse de la misma que se ilusionaba con un simple bordado. Esa niña que jugaba con su vecino no podía convivir con la que preparaba en secreto el asesinato de aquella madre. No podía concebir tal grado de venganza en una joven tan pura.

Aproveché ese momento de bloqueo para avasallarla a preguntas incisivas sobre la horrible ejecución de aquella mujer, había recibido 47 golpes en la cabeza y el costado. Había sido descuartizada y enterrada en distintos agujeros cavados en su propio jardín. Le narré los detalles más oscuros y despreciables del atestado policial, provocándola, buscándola. Y en cierto momento, no puedo precisar a raíz de qué, explotó. Su rostro estaba desfigurado, su voz sonaba sedienta y retorcida, sus ojos se salían de sus órbitas, descontrolados, enfurecidos.

Hizo alusión a su venganza reviviendo detalles sórdidos y disfrutando con su recuerdo, emitiendo una voz cada vez más aguda y lastimera, semejante a la de un gato agonizando. Y entonces lo comprendí todo. Le hice una última pregunta para confirmar mi teoría y ella respondió afirmativamente. De niña ella había matado a su gato. Envidiaba su capacidad de vivir sin miedo, sin censuras. Ella quería ser ese gato, y su personalidad habitó en ella, latente y paciente, esperando aquel momento en que su confusión y cobardía necesitaran la valentía del felino. 


Esa personalidad se componía de todo lo que ella no podía ser. Todo lo que a ella le daba miedo, pudor o vergüenza lo hacía por medio de ese gato, que desde muy pequeña se había manifestado como su única amistad. Y ahora era ella misma, en un estado de inconsciencia. Un disfraz, un traje que le permitía ser todo lo que ocultaba a todo el mundo, incluida ella misma. Y todavía le quedaban seis vidas por vivir y un optimismo irracional por explotar.