El guiño


Años ochenta, una mujer joven y esbelta, con espesos bucles negros y mirada chispeante, maleta mediana y bolso al hombro como único equipaje, baja de un tren de cercanías dejando tras de sí la pacífica familiaridad de una pequeña ciudad como Granada y en el horizonte ve su sueño, su lucha, su autonomía, a punto de convertirse en realidad, en la gran ciudad. 

Atocha, estación concurrida en hora punta, ruidosos golpes, maletas rodantes, gritos y lloros, olores fuertes, un ligero humo que se deshace entre el gentío, y aparece él en escena. Negro sombrero alado, cigarro en boca, maletín firmemente asido, traje gris, zapato negro, apoyado sobre una columna del andén número tres.

En un instante cruzan una mirada lejana, tímida, cohibida. Ella se pierde en la oleada de viajeros, agarrando con firmeza su equipaje de mano contra su pecho, mientras el movimiento descontrolado de la marea humana la domina y el humo empieza a nublar su visión, el calor a agobiarla, el sudor resbala por su frente y siente la gravedad empujándola hacia el vacío.

Él se acerca con ágiles movimientos e intercepta su camino en dirección al suelo, la salva justo a tiempo, sosteniéndola entre sus brazos y manteniéndola todavía suspendida en el aire. Él se retira su sombrero, se presenta y colocándola vertical al lado de su columna, sentencia: "Para servirla". Y un guiño tan acostumbrado como malicioso la conquista, mientras el sueño de ser libre para siempre desaparece tan rápido como el tren que se aleja por la vía.