La melodía

El primer rayo cayó e hizo retumbar las paredes en el momento en que la melodía triste del piano empezó a sonar. Las notas se sucedían con maestría y su ritmo llenaba la sala, traspasaba la cocina, salía a las oscuras calles y alcanzaba el último piso del edificio contiguo, cuyos ventanales empañados escondían a una joven escritora. Y es allí donde germinó esta historia. 

Las notas de ese piano melancólico se colaban en su cabeza y creaban colores, diálogos y vidas. Se imaginaba a un hombre angustiado por su rutinario trabajo que entraba en ese bar y la música conseguía despertarle de su ensimismamiento, primero acompañando su pesar con sus notas sostenidas y sus precisos silencios de reflexión. Luego su compañía, tan complaciente como apacible, parecía ser algo que ya no quería evitar, y se mezclaba con sus rápidos giros y pegadizas melodías, hasta que finalmente su pie involuntariamente conseguía acompañar su ritmo a modo de bombo que compenetra a la perfección con ese solo de piano que arranca un improvisado twist a una rítmica pareja de la sala, y la sonrisa se dibuja casi sin querer en el rostro de ese hombre.

También podía fantasear al ver cómo una mujer con rostro risueño entra en ese bar buscando el refugio de una tormenta inesperada. La lluvia ha empapado su pelo y su vestido, y las gotas resbalan por su cuello y por sus pies, que ahora libera de unos zapatos de tacón demasiado resbaladizos. Se sienta en un taburete de la barra, bajo una lámpara de aceite antigua que le da un aire de otro tiempo, donde la belleza está enfrascada en un momento que queda inmortalizado en la mente del hombre que la está mirando, el saxofonista que descansaba en una mesa cercana y que empieza a componer melodías por primera vez en su vida. Sus miradas se cruzan en ese silencio repentino, y ya no volverán a ser dos solitarios.

En una mesa apartada podía dibujar a una pareja tomando alguna decisión trascendental en su vida, como tener un hijo o casarse, impulsados por el romanticismo de esa melodía que preside el momento y sienten sus almas acariciarse, detenerse el tiempo y coleccionar ese recuerdo para el futuro. O también veía a la camarera recrearse al disfrutar de un cigarro prohibido, después de haber doblado el turno, sentir sus piernas flaquear y el sueño de ahorrar para pagarse un coche haciéndose realidad en su cabeza, mientras aquella melodía resonaba al pisar el acelerador rumbo a ninguna parte, una muy lejana pero cada vez más viva.

Por último imaginó al pianista, taciturno y solitario, que escapando de los clichés y de las discográficas que venden las almas​ de los músicos al incauto público, decide tocar en bares y pequeñas salas donde siente el jazz vivo despertar su creatividad entre las paredes de madera de nogal, la tenue luz amarillenta y el murmullo de confesiones nocturnas.

No necesita más que eso en su vida, hasta que entra por la puerta una aspirante a escritora, con sus gafas de pasta y su cuaderno en la mano, unos vaqueros desgastados y un moño alto y desaliñado. En ese momento él pierde el ritmo por primera vez en su carrera y deja sus manos quietas suspendidas sobre el teclado, boquiabierto. Ella se acerca al pianista cruzando la sala, decidida aunque cohibida por el silencio que se ha producido de repente. Se detiene frente a él, lo examina en silencio. El pelo rubio cae en mechones rebeldes sobre su frente. Una apurada barba le cubre el rostro, las mejillas encendidas, los ojos marrones, vibrantes. Entonces ella dirige una disculpa a la sala, que observa expectante a la mujer que ha roto esa mágica burbuja.

- Lo siento, no conseguía ponerle cara al pianista.

Ella da media vuelta y sale del local, tan rápida y silenciosa como había entrado, justo en el momento en que otro trueno vuelve a hacer retumbar las paredes del local y el cuento se vuelve a contar.