La llamada

Una calma extraña reinaba en el jardín trasero, el calor algo pesado y la humedad en el ambiente permitían estar al aire libre con un ligero vestido. Un grillo cantarín y melancólico hacía frotar sus alas en busca de un escarceo nocturno. Las luces blancas de los relámpagos caían repartidas por el cielo sin ton ni son, en una cascada de luces caprichosamente diseñada, perfilando las finísimas nubes dispersas y dejando a descubierto su casi desapercibida existencia. La vegetación del jardín desprendía aromas intensos y evocadores en un afán por respirar el frescor del aire que tanto le había faltado durante el largo y caluroso día veraniego. 

Las bocanadas de viento fresco empezaron a sucederse con violencia e imprevisión, moviendo a su paso los maceteros que arrastrados por su furia provocaban un estruendo lastimero contra las baldosas de la terraza. El silencio expectante adornado con las notas de aquel grillo trasnochador dio paso a un rumor sordo de truenos lejanos que parecían presagiar el temido final de la función, retumbando en los tímpanos y haciendo revolverse en sus ramas a los inquietos pájaros que descansaban -hasta entonces- plácidamente. Otra ráfaga violenta levantó su cabello oscuro y su vestido, y aquel fue el último indicio. Las sufridas ramas de los árboles se quejaron con ruidoso espasmo, como una respuesta desesperanzada suplicando clemencia. 

Ella miró al cielo sorprendida por la maravillosa y expectante representación de la naturaleza que había presenciado, igual que una obra de teatro en el momento en que el tenor hace su entrada triunfal y saborea el éxito antes de abrir la boca. Ella  todavía recolocaba su vestido cuando, antes de que pudiera reaccionar, la lluvia cayó y la empapó entera, literalmente pasada por agua. De arriba a abajo, mares de agua caían por su rostro, su cuello, sus brazos. A su alrededor se formaron violentos charcos con goterones que salpicaban en todas las direcciones. La fuerza del agua, que bajaba ligeramente inclinada, en su caída golpeaba sus piernas desnudas. Sus sandalias chapoteaban en dirección al interior de la casa cuando, a lo lejos, todavía escuchó al grillo cantarín entonar su frenética llamada, y cerrando la puerta a su pasó, levantó una ceja mientras pensaba:
"Lo que aguanta un macho por echar una canita al aire".

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