Traición

La acompañé a su dormitorio. Su cuerpo temblaba por todas partes, mientras lentamente nos movíamos las dos juntas, casi sin levantar los pies de las frías baldosas. Despedía un olor cansado, antiguo, almibarado con un toque dulce y familiar al mismo tiempo. Su cuerpo, larguirucho pero completamente encorvado hacia delante, se apoyaba en mi solícito brazo como si de un bastón se tratase. La metáfora me hizo sonreír con melancolía. Ella, que siempre había sido nuestro pilar, también se llamaba así. Mi abuela, la mayor de ocho hermanas, la trabajadora e incansable, la paciente, la bromista, la filósofa, la única superviviente. Noventa y siete años de vida. 

La conversación versaba sobre lo rápido que pasaba el tiempo y lo alta y guapa que me encontraba. Una parte de mí pensaba "de qué me va a servir si voy a acabar así de encorvada". Mi otra parte le decía con dulzura "no te creas nada, abuela, la mitad es maquillaje". Ella sonreía con energía, mientras sus ojos me devolvían una mirada ya cansada. Le pregunté si tenía frío, tan grande era el temblor que sentía en mi antebrazo. Ella lo negó rotundamente. Entonces pensé en repetirle la pregunta, pero no se puede poner en duda a una abuela. Al menos no a mi abuela. Había sido una mujer decidida y luchadora, fuerte y dura, y ahora se encogía por momentos, olvidaba muchas cosas y malinterpretaba el resto. 

Entonces me di cuenta. Ella no temblaba, ni siquiera se apreciaba a la vista, ni la piel erizada ni pequeños espasmos. La verdad era otra: sus huesos crujían. En ese momento perdí el estómago, se me cortó el habla, un escalofrío recorrió toda mi espalda. Tenía a la mujer más vital que había conocido ante mí, con su sentido del humor y su aguda ironía intactas, con esos abrazos delicados pero siempre puntuales, y su cuerpo, encogido y débil, se estaba resquebrajando por dentro. La mayor traición de la naturaleza ante mis ojos.

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