Mientras mi sonrisa dure

Su corazón había oscurecido y no sabía por qué. Sentía rechazo hacia todo aquel que le llevara la contraria y, muy a menudo, su rostro aquejaba una desagradable mueca de asco. Tan pronto como volvió a su casa se hizo consciente del ambiente tenso que le rodeaba. ¿La enfermedad le había vuelto despreciable o solo le había hecho ser consciente de que lo era?

No podía valerse por sí mismo y sentía su cerebro flotar en una especie de acuario apacible y sin vida, donde las aguas turbias, y más densas de lo esperado, no dejaban vislumbrar el camino a seguir. Se sentía perdido, no podía nadar hacia adelante sin temer por su vida, ni recordar la que le había traído hasta allí.

Tal vez la desesperanza, el hastío o puede que el orgullo le hubieran transformado en el ser egoísta y desagradecido que ahora era. Sus labios rara vez pronunciaban palabras agradables y su mirada no tenía brillo. Parecía como si su cuerpo lo habitara un ser desprovisto de alma, que vagaba en el cuerpo de un extraño sin terminar de acostumbrarse a él y sin permitirle existir, robándole sin piedad su rostro, su familia y su propia identidad.

A menudo pienso así porque no creo que valga la pena culpar a nadie. Ni siquiera a aquel que antes ocupaba el lugar de ese fantasma, por muy egoísta o desagradable que fuera. Las personas cambian por muchos motivos, desde enfermedades, presiones familiares, condición social, hasta simplemente por propia voluntad, y quién somos nosotros para juzgar con tanta severidad esos cambios. Si no existieran, la vida no sería vida. El tiempo no nos pertenecería. Y nuestras elecciones tampoco serían nuestras.

Lo que me he propuesto es cuidar de este fantasma y ofrecerle mi tiempo, mientras mi sonrisa dure y su cuerpo aguante.

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