La invitada
La temperatura del mar era agradable y fresca cuando me animó a adentrarme en sus hipnóticas aguas. Acepté esa invitación sin reproches: ni las algas de la semana anterior, ni las múltiples piedras puntiagudas que alejaban a los precavidos y a los niños, ni la bandera amarilla ni el tímido sol que parecía evitarme entre las finas nubes de algodón vespertino. Nada consiguió apartarme de mi propósito. Entré brincando, tratando de sortear esas piedrecillas malditas, y tras cerciorarme de la profundidad que me esperaba me lancé sin miedo, hundiéndome en esa agua fresca y revoltosa. Nadé hacia sus profundidades, frenética y compulsivamente primero, y con brazadas acompasadas después, hasta que mi cuerpo se hubo adaptado a la temperatura del inmenso mar Mediterráneo. Una vez dentro, a salvo de miradas indiscretas y salpicaduras imprevistas, de olas caprichosas y piedras y medusas, con un par de metros de profundidad salvaje por debajo de mi cuerpo, hice la plancha, o el muerto o l...